25 de septiembre de 2012

¡Bienvenidos al Subte!


Uno de los transportes públicos más utilizados en la Ciudad de Buenos Aires es el subte. La mayoría de los usuarios lo elige por la rapidez de este medio para llegar a destino, sobre todo porque evita el tránsito infernal que bloquea las calles porteñas.
Esta descripción sin detalles denota lo bueno de este servicio, pero la verdad es que debemos considerarnos dichosos de sobrevivir en cada uno de los viajes, sobre todo en hora pico.
Voy a referirme al subte A, pero puede que encuentren similitudes en cualquiera de las líneas que utilicen.
El subte llega a la última estación, o la primera, según como se mire. Reposa unos minutos y vuelve a salir.
En hora pico, si estás en una de las estaciones de orígen, se supone que tenes muchas chances de sentarte, pero esas oportunidades suelen ser mínimas. El tren llega con la mayoría de sus asientos ocupados, ¡maldita sea!, es lo que exclamamos más de uno. Lo que ocurre es que se utiliza  la técnica del rebote. Por ejemplo: una de las estaciones de orígen es Carabobo y le sigue Puan. Con el fin de asegurarse un asiento para ir a Plaza de Mayo, la gente se sube en Puan y viaja en sentido contrario hacia Carabobo, no se baja y espera que el subte vuelva a salir. De esa forma, los pasajeros que esperan con la esperanza de encontrar un asiento ven trunca esa posibilidad, algo que genera un soberano mal humor.
Se supone que el rebote ya no puede hacerse tan seguido en la estación Carabobo, porque muchas formaciones, a pesar de que es el fin del recorrido, luego de que bajan todos los pasajeros siguen de largo y quedan varadas unos minutos, a unos cien metros de la estación.
No les recomiendo pasarse. Cierta vez me quedé dormida al llegar a la última estación y me desperté cuando se cerró violentamente la puerta de uno de los coches históricos del subte A. Los que toman este ramal saben de que hablo, y los que no, imaginen que bien cerca de sus oídos alguien golpee fuertemente dos objetos contundentes. Así suenan las puertas del A al cerrarse (cuando se cierran porque muchas veces quedan abiertas). Es decir que, si vas durmiendo, cada vez que una puerta se cierra saltás cual payaso con resorte que asoma desde el interior de una caja de sorpresas. Así salté al despertarme y darme cuenta que dejaba atrás la estación Carabobo, mientras me internaba en el túnel sin saber donde pararía, y si el subte volvería a salir enseguida o no. Por suerte paró aproximadamente a una cuadra de la estación y volvió a salir bien el guarda y el chofer tomaron nuevamente sus puestos. Lo gracioso fue verles las caras cuando me asomé por una ventanilla y les grité: ¡Ey, estoy acá!. No lo recomiendo en absoluto.
Sigamos... el subte llega con la gente que ya está sentada, más la gente que se baja, y se produce el siguiente fenómeno: los que esperan en el anden sedientos de poder ocupar un asiento, no dejan bajar a los que quieren hacerlo, y suben arrasando con todo lo que se les cruza por el camino. Prácticamente matan por ir sentados. En ese momento el cruce de miradas fulminantes y puteadas es considerable. Aunque esto sólo sucede en hora pico, durante el resto del día, salvo excepciones, la gente todavía respeta el orden establecido que indica que primero se debe dejar descender a los que llegan a la estación, para luego subir.
El subte se llena y aún se encuentra en la primera estación, es decir que queda todo el recorrido por delante. Comienza a avanzar y en cada una de las paradas suben más pasajeros, generando un apretuje fenomenal. Cada persona intenta acomodarse a como de lugar y se inserta en los pequeños huecos que van quedando. De esta manera se forma una masa compacta de gente. Se genera tal revoltijo de cuerpos, que hasta podes quedar parado fuera de eje. Es decir que de no estar en medio de esa maraña de partes humanas (porque ya no se distinguen cuerpos enteros) sería imposible mantener el equilibrio. Es muy incómodo vivir esto en cualquier momento del año, pero en verano se vuelve particularmente mal oliente y sudoroso, totalmente repugnante.
Mucha gente no dice nada ante tal situación, se los ve resignados. Otros se enojan, se pelean hasta putearse. Están los que indignados brindan sermones sobre lo mal que estamos. Nunca falta alguna mujer que grita porque se queda sin aire, otros porque los están pisando, o clavando un codo. Yo me tiento de risa; no pregunten por qué el abstraerme y ver esa postal desde lejos me da risa. Supongo que me río para no llorar. Y la lista de reacciones se hace interminable.
Los clásicos vagones del subte A, que datan de la década de 1910, pueden ser muy llamativos para los turistas que se viven sacando fotos en ellos, maravillados por viajar en un tren de la edad de piedra. Pero para los que usamos este medio de transporte habitualmente, resultan incómodos y extremadamente inseguros. Mientras circula, se observa como la estructura de madera se mueve hacia los lados, al tal punto que por momentos pareciera que fuera a desarmarse. Realmente es muy impresionante.
Hace unos meses subieron a más del doble el boleto. Más allá de la discusión sobre si corresponde tal aumento o no (yo creo que no), lejos de ver alguna mejora, cada vez se viaja peor. Pero seguramente lo que no entendimos es que se trata de una atracción más, de lo pintoresco de Buenos Aires: una ciudad en la cual podes decidir si disfrutas de los eventos en la rural junto a las vaquitas, o haces la experiencia de vivir en carne propia lo que siente una vaca cuando viaja al matadero. ¿Pobre vaca?    

28 de julio de 2012

De cuerpos mojados y toallones

Algunas mujeres tienen el don de maquillarse en cualquier lado, inclusive en los transportes públicos. No es mi caso, carezco de tal habilidad. Cuento con algunas otras de poco glamour, pero totalmente útiles y prácticas. Les voy a compartir una. Va dirigida al público femenino, ya que, ustedes hombres, son mucho más simples para ciertas cosas. Hace unos días tuve una revelación sobre un tema no importante, pero si lo suficientemente pintoresco como para llamarme la atención. En una conversación casual con una mujer (no pregunten como llegamos al tema en cuestión), me vengo a enterar de que al salir de la ducha, usa una toalla y un toallón para secarse, algo que me sorprendió. Toda la vida usé un toallón, al igual que mi mamá. No se si mi madre se acostumbró a secarse de esa manera para economizar y no comprar tantas toallas o simplemente es una costumbre. Sea como fuere, heredé la habilidad para secarme solo con un toallón. Volviendo a mi conversación con la mujer, ella sostuvo que si o si necesita secarse con dos toallas, porque de otra forma mojaría el baño por el chorrear del pelo. Evidentemente estaba con poco para hacer en esos días y me encargué de realizar una encuesta. La pregunta fue direccionada sólo a mujeres, que debieron responder cuántas toallas o toallones necesitan para secarse al salir de bañarse. El resultado fue contundente: una gran mayoría usaba como mínimo dos toallas y algunas confesaron que necesitan hasta tres para escurrirse bien y no mojar nada. Solo una minoría dijo utilizar una sola prenda. Todas argumentaron que el problema es el pelo chorreante, a la vez que expresaron su pesar por tener que lavar toallas a lo pavote. 
Urbanicienta al rescate... he aquí una serie de instrucciones para que aprendan la técnica de secado, utilizando nada más que un toallón.

Aclaración: Todo el proceso se desarrolla dentro de la bañera. Es necesario que el toallón sea grande y mullidito. 
  • Lo primero que debemos hacer, aún sin tocar el toallón, es darle una buena escurrida al pelo. 
  • Tomamos el toallón y nos secamos el frente del cuerpo. Comenzamos por la cara, orejas. Bajamos a los hombros, seguimos por los brazos, el tronco. Luego bajamos a nuestras partes íntimas y secamos también. Llegamos hasta la mitad del muslo y paramos ahí, para dirigirnos hacia la parte posterior.  
  • Desplazamos el toallón y lo colocamos en nuestra espalda como si fuera una capa. En esta posición volvemos a darle una nueva escurrida al pelo, y procedemos a sacarnos la espaldita en su totalidad, para luego bajar un poco más y secar nuestras nalgas (no encontré mejor expresión, culo suena feo). 
  • Nos inclinamos cabeza abajo, como esperando recibir una patada en “la posición obliga”. Tiramos el pelo hacia abajo, le colocamos el toallón encima y lo frotamos para que siga escurriendo un poco más. 
  • Nos incorporamos y pasamos al secado de pies y piernas. Comenzamos con un pie y continuamos con el secado de la pierna, de abajo hacia arriba, para favorecer la circulación. Una vez terminada la primera pierna la sacamos y pisamos la alfombra, u hojota, o lo que sea que nos espere fuera de la bañera. De la misma forma secamos el otro pie y la pierna restante, y terminamos de salir de la ducha. 
  • Por último volvemos a inclinarnos con la cabeza y el pelo hacia abajo y hacemos el envoltorio de pelo final, de la misma manera que lo hacen cuando usan una toalla pequeña.                                          

De esta forma damos por terminada la faena. Si cumplen con estos pasos a rajatabla les garantizo que no van a derramar ni una gota sobre el piso. Descrito así parece una ardua tarea, pero nada más lejano, se lleva a cabo en apenas un minuto, como mucho en un minuto y medio. Sólo queda que decidan si se llevan la ropa para cambiarse dentro del baño o salen corriendo hacia la habitación con todo al descubierto, ya que el toallón lo tienen en la cabeza.
Una revista de moda y belleza culminaría diciendo: Buena suerte con este gran reto muchachas, lleva años perfeccionar el método, pero se puede, sólo deben ser constantes y practicar.
Yo les digo: el método es simple, si no les sale, consideren la posibilidad de que, quizás, sean unas inútiles y hagan un mea culpa.

20 de marzo de 2011

!Qué cola!

Colas por aquí y por allá para todo: en paradas de colectivo, en las boleterías del subte, del tren, en el banco, en la puerta de un boliche y en tantísimos lugares más. Donde sea que vayas te espera una condenada cola, que representa una total pérdida de tiempo, es densa, una verdadera porquería.
Si bien todas son colas, tienen diferentes características. Las hay cortas y largas. Delgadas y anchas, estas últimas con varias personas ocupando lo que, en otras filas, sería el lugar de una.
También poseen diferencia de ritmos. Hay colas que avanzan rápido y otras son extremadamente lentas. Depende donde estemos haciéndola. Por Ej. La cola del colectivo; una vez que llega la unidad a la parada, avanza ligero. En cambio si estamos en la cola de un banco, podemos perder más de una hora en la espera.
Lejos de ser algo relajado, el estar en la cola provoca tensión y alimenta el estrés. Hay que estar atentos y no bajar la guardia para que no se filtren los “colados”: gente poco educada que espera que tengamos un momento de distracción para mezclarse entre los que están mejor ubicados. Conviene pescarlos en el preciso instante en que están, sigilosamente, usurpando un lugar en la fila. Si no los agarrás “con las manos en la masa” se complica acusarlos. Son personas faltas de vergüenza, que afirmarán de forma convincente que ese lugar les pertenece. Mientras la discusión se desarrolla la fila seguirá avanzando hasta que le toque el turno, y ahí perdiste.
En toda cola hay, como mínimo, un “lenteja” que se mueve en cámara lenta, pregunta a repetición queriendo saber hasta el más mínimo detalle, muchas veces inservible; si está efectuando un pago o comprando algo, agarra el vuelto muy despacito y lo guarda moneda por moneda, sin importarle que detrás hay una cola gigante. En estos casos lo mejor es respirar hondo y aguantarse las ganas de gritarle a viva voz una poderosa puteada.
Y siempre aparece alguien que tiene prioridad: Embarazadas, ancianos, etc. Claro que es justo que no deban hacer la cola, pero seamos sinceros: cuántas veces rogamos al cielo que no llegue nadie con estas características. “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, ¡canejo!
Qué decir de los que, ajenos a la cola, se acercan para hacer “una preguntita”; pero contrario al diminutivo de la expresión terminan haciendo un interrogatorio, entorpeciendo el fluir de la fila. Este es otro de los momentos en los que debemos tomar una buena bocanada de aire y contar hasta diez.
Hay que destacar que las colas son una fuente de trabajo para los traficantes de ubicación: son aquellos quienes ocupan un lugar y luego lo venden al mejor postor.
Para evitar un bajón general, recomiendo no sacar la cuenta sobre cuánto valioso tiempo de nuestras vidas perdemos haciendo colas, porque tomar conciencia de ello sería extremadamente angustiante.
Horas y horas perdidas en estas filas eternas me hizo reflexionar sobre un concepto interesante… esto de las colas para todo es una muestra de lo arcaico y lento que es nuestro sistema en general, lo que me hace pensar que vivimos haciendo colas, pero si lo analizamos bien es al revés, nos viven “haciendo la cola” a nosotros.

29 de julio de 2010

¡Un post de mierda!


Hay mugre en las veredas, eso no es ninguna novedad. A pesar de tener dos o tres tachos de basura en cada cuadra, mucha gente los ignora y con la mejor cara de “uy, se me cayó", tiran los volantes, envolturas, latas, botellas y demás desechos, al suelo.
Pero voy a referirme a otro tipo de suciedad. La suciedad orgánica. La suciedad animalesca que adorna el camino del peatón.
Los intentos de concientizar a la gente que pasea a sus perros no han surtido efecto. Los carteles que alientan a llevar consigo una bolsa para levantar la caquita no son lo debidamente convincentes; o será que directamente a nadie le importa, hasta que les toca en gracia pisar un desecho perruno. ¡Ahí los quiero ver!
Claro que hay muchos perros callejeros que hacen en cualquier lado pero, pobrecitos, están libres de culpa y cargo.
Los dueños se justifican diciendo que “el perro hace donde quiere”. Y no se por qué a estos hermosos especimenes se les da por elegir los lugares menos adecuados, como ser la puerta de alguna casa, el frente de un negocio, la parada de colectivos, etc. Yo les diría a los papás y mamás humanos, que está muy bien que su pichicho haga donde se le ocurra, siempre y cuando ellos no se hagan los sotas y levanten lo hecho por el animal.
Haciendo apología de lo escatologico, voy a pasar a la descripción de las malolientes deposiciones.
Las hay de diferentes colores, texturas y consistencia. Si hablamos de esto último, vemos heces bien compactas y uniformes, otras finas y gruesas, dependiendo del tamaño del perro. También hay acuosas, semi líquidas.
En lo que a colores se refiere, se observan marrones claros, oscuros. Algunas caquitas de un marrón rojizo, algo blancuzcas y verdosas también.
No sólo encontramos la caca en su lugar primario y en su forma original (con “lugar primario” me refiero al lugar que el perro eligió para descargar su intestino) también nos topamos con huellas de caca aplastada en seguidilla, lo que sería una zona de alto riesgo. Estos rastros fueron dejados por algún individuo que intentó limpiar la cacona adherida a sus zapatos o zapatillas. Algo casi imposible de lograr sin darle un buen lavado al calzado que sufrió este infortunio. Sobre todo si llevaba zapatillas. La caca suele aferrarse a los surcos de las suelas de goma.
No solamente es asqueroso para la persona que pisó el "regalito", también lo es para sus compañeros ocasionales de viaje en algún transporte público, para sus compañeros de trabajo o para cualquiera que se cruce en su camino.
Y dicen que “pisar caca de perro trae suerte”. Muchos piensan que es mentira, que no pasa nada, que no trae suerte. Pero están equivocados, la frase es totalmente cierta. La suerte puede ser buena o mala, en este caso el dicho no aclara. Por lo tanto, si acabas de pisar un sorete no hace falta que te diga que clase de suerte te trajo ¿no?

10 de mayo de 2010

Aguacero de Mayo


"Lluvia cae lentamente sobre mi”… diría Enrique Iglesias, en un tono muy alegre y algo amariconado. Yo prefiero la frase de Antonio Birabent: “a mi la lluvia, a mi la lluvia no me inspira”.
El aguacero es lindo cuando podemos quedarnos comodamente en casa y comer tortas fritas; o escuchar caer las gotas abrazados a nuestro "amor" en una noche de tormenta. Pero hay pocas cosas peores que un día de lluvia en la gran ciudad.
En primera instancia, la humedad. Por más que te esmeres en arreglarte el pelo de la mejor manera, llegarás a donde sea que vayas con la cabeza hecha un nido de caranchos.
El tránsito es un infierno. Hay filas de vehículos avanzando a paso de hombre, empapando, siempre que pueden, a la gente que va caminando por las veredas.Quiero pensar que es sin querer; pero tengo mis dudas, se me hace que muchos lo disfrutan, parece que hacen lo posible para pasar bien pegados al cordón de modo tal que la ola tenga más alcance… ¡canallas!
Pero los pozos hacen justicia (cuando no salpican también). Los que avanzan en sus cuatro ruedas se llevan por delante los innumerables baches, devenidos en piletones, que poseen las calles de Buenos Aires.
Es sabido por todos que no hace falta que llueva torrencialmente para que la City se inunde como si hubiera caído un diluvio. En cualquier momento los botes se transformarán en transportes públicos.
Los que circulamos por la acera debemos enfrentar grandes desafíos, llenos de obstáculos a sortear para llegar a destino lo más presentables posible.
Hay que lidiar con las baldosas flojas. Acechan por doquier, cual campo minado. Por más que uno mire el suelo al caminar se las lleva por delante, son traicioneras. Suelen salpicar una mezcla de agua de lluvia con mugre, que va a parar a la botamanga del pantalón o a la medibacha de las damas que visten pollera.
Y los paraguas… Muchos deciden no usar este utensilio, por lo general los jóvenes. No se quién impuso la moda ridícula del “no paraguas” si sos joven, seguramente algún chistoso. Aunque debo confesar que años atrás formé parte de esa tribu, hasta que me pegué una mojadura antológica que convirtió en papel maché la carpeta que llevaba a la facultad. Ahí me dije: “¡ma` per qué!, se acabó mi juventud”… fue entonces cuando me aferré al paraguas y nunca más lo solté.
Aprovecho para hacer un llamado a la solidaridad: Si sos de los que lleva paraguas, tene la precaución de no caminar bajo los techos. Si te cruzas con alguien que no está provisto de uno, vos que tenes techo móvil desplazate hacia la calle, asi le queda un reparo al pobre infeliz; para qué redundar en una doble cubierta, no seamos egoístas.
Y si, el uso del “sombrilludo” trae complicaciones. Las ráfagas de viento amenazan su integridad. Cuando soplan en una sola dirección resulta manipulable; una vez que detectamos en que sentido corre ubicamos el paraguas en contraposición y problema resuelto. Pero se pone bravo cuando hay viento de direcciones variables. Este caso requiere la aplicación de una técnica basada en la rapidez de la percepción ventosa, para poder maniobrar en el preciso instante en que la ráfaga cambia su sentido y de esta forma evitar que se produzca el embolse que pondrá punto final a la vida útil de nuestro amigo “paragüete”.
Pero no todo termina acá. El congestionamiento de gente con paraguas en las veredas se torna caótico y algo peligroso, debido a las puntas que, en un descuido, pueden terminar dentro del ojo de alguien. Por eso se debe caminar con atención y esquivar para un lado, para el otro, levantarlo bien alto, a veces hay que agacharse, se debe hacer lo necesario para evitar la colisión.
¡El granizo! (casi se me olvida). Cuando hablamos de lluvia inevitablemente brota el miedo ante la posible caída de granizo que, gracias al calentamiento global, cada vez adquiere mayor tamaño, convirtiéndose en cascotes considerablemente peligrosos.
No me preocupan las abolladuras del auto que no tengo, pero si me aterra pensar que puedo quedar bajo la pedrada con el paraguas hecho un colador (inventores anoten: paraguas blindado por favor).
Suele definirse al “infierno” como un lugar terrorífico envuelto en llamas, pero los días de lluvia le dan una nueva descripción: lugar terrorífico pasado por agua.
En conclusión… será mejor armarse de paciencia y hacer como Gene Kelly en el clásico hollywoodense “Cantando bajo la lluvia”… “I`m singing in the rain, I`m singing in the rain”…

22 de abril de 2010

Cuando los peatones vienen marchando


Mucha gente camina por la calle Corrientes en hora pico, yo soy una de ellas y lo hago de forma regular. Es sorprendente ver la variedad de ritmos, formas y expresiones de las personas que circulan por esta avenida de la Ciudad de Buenos Aires. He aquí una descripción.
Se observan grandes cantidades de caminantes (por no decir todos) con cara de preocupación, como si sus cabezas estuvieran en un mundo paralelo tratando de buscar soluciones en el aire.
Están los que avanzan con lentitud, mirando vidrieras, eligiendo qué comprar o deseando, quizás, aquello que no les es posible obtener.
Personas que se desplazan rápido, en una especie de carrera imaginaria, sorteando a quienes se crucen en su camino, sintiendo satisfacción cada vez que logran pasar a un casual competidor.
Otros se mueven a velocidad normal, percibiendo todo lo que hay a su alrededor, es muy común que paren de golpe su marcha provocando choques en cadena sólo porque algo les llamó la atención. Su lema es “voy caminando solo por la vida, me importa un bledo el que viene detrás”. Estos especímenes suelen motivar mi sangre italiana arrancandome improperios muy facilmente.
Nunca falta aquel arrebatado que camina chocando a todos y que no tiene la mínima cortesía de pedir disculpas. Tampoco está ausente el que protesta ante tal actitud y lo manda a…bueno, todos sabemos a donde lo manda.
Vemos a quienes transitan por inercia, sumergidos en un cansancio extremo. Lo hacen de forma inconsciente, como pisando nubes, trastabillando con cada baldosa rota.
El malhumorado, ese que está enojado con la vida, capaz de transmitirte todo su enojo, su odio, su bronca en tan sólo una fracción de segundo.
En contraposición encontramos el denominado “alegría del hogar”, también llamado "loco lindo" o "ser de luz". Siempre con una sonrisa en la cara, irradia buenas ondas, es aquel que todo lo ve de manera optimista.
Algunos lo hacen paseando a su perro que, como todo can que se digne de serlo, se detiene todo el tiempo para oler las partes íntimas de cualquier persona que esté por allí, o se dispone a hacer sus necesidades (caquita) en medio de la vereda, desechos que se convierten en obstáculos a esquivar por los transeúntes.
No podemos pasar por alto la babosa humana, persona a la cual se le cae la baba de una forma desmesurada, que circula balbuceando frases de mal gusto a cualquier mujer que pasa por su lado o que camina unos metros más adelante, expresiones del calibre de “mamita que pedazo de...”.
Y hablando de mamita, ahora en un sentido tierno, están las madres con sus niños a cuestas, con miradas desencajadas, cansadas de luchar con ellos para que no pierdan el paso, que no suelten su mano, cuidando que no se peleen, que no se griten, actitudes que suelen tener los chicos, propias del fastidio que les produce el estar en medio de una marea de gente.
El adolescente rebelde que camina llamando la atención, portando una vestimenta desprolija, escuchando el mp3 a todo volúmen, con cara desafiante y esa expresión como diciendo... ¿qué me miras?, ¿querés que te surta?
Los empleados de oficina que siempre visten elegantes, llevando sus maletines. A pesar del ruido infernal que produce el tránsito vehicular puede escucharse el sonido de sus tacos golpeando las baldosas.
Cómo olvidarme de los abuelitos que, lógicamente, van a su ritmo, tratando de pisar bien y no caerse, viendo como la gente los esquiva como si fuesen postes, rogando que ningún arrebatado los atropelle.
Quizás se pregunten en cuál de todas estas descripciones me veo reflejada, quisiera responderles, pero paradójicamente no tengo la respuesta. Lo que ocurre es que paso tanto tiempo observando a las personas que se cruzan en mi camino que me olvido de mirar hacia adentro. Por eso, haganme un favor: si me llegan a cruzar por la calle describanme, estoy intrigada...

14 de abril de 2010

¡Un asiento por favor!


Diez, quince, veinte, treinta, cuarenta minutos de espera. Cargada con la pesada mochila que llevo conmigo todos los días. Al fin llega el colectivo, frena pasando la parada por unos metros, camino rápidamente y subo. Saco el boleto, observo bien y todos los asientos están ocupados ¡maldición!
Un sentimiento de angustia me invade. Si, de angustia. Aquel que no depende del colectivo como único medio de transporte no tiene idea de lo que estoy hablando. Conseguir un asiento cuando el “bondi” viene lleno, es toda una odisea; hay que trazar una estrategia, no es moco de pavo.
Lo principal es decidir en qué lugar ubicarme. Esta decisión es importante porque de ella va a depender la oportunidad de posar mi trasero en un asiento. Pero, ¿cómo elegir bien?. En principio empiezo a ver quien tiene cara de bajarse rápido, pero claro, las caras no dicen mucho en ese sentido.
Jamás hay que pararse delante de un pasajero que va profundamente dormido porque lo más seguro es que se baje después que uno. Aunque me he llevado chascos con este principio. En ocasiones, la persona viene durmiendo desde hace rato y se despierta sobresaltada porque está a punto de pasarse y se baja en la próxima parada, y yo, habiendo decidido ir hacia el fondo quedé puteando a los cuatro vientos por no haberme quedado allí. Pero por lo general aquel que va durmiendo es porque le queda mucho recorrido.
Otra cosa que hay que observar, es el movimiento. Si la persona está colgándose bien la cartera o el bolso, cogoteando para ver a la distancia por el parabrisas del chofer, con cara de ¿es esta o la otra?, parate ahí que seguramente baja en seguida. De todas formas hay que estar atentos, de vez en cuando te topas con algún inquieto que por sus movimientos parece que fuera a bajar pero son puros amagues.
Cuando no hay signos claros hay que arriesgarse. Lo mejor es pararse entre dos asientos, ocupando bastante lugar para tener más posibilidades, se supone que por derecho te corresponde el asiento que tenés delante. A no ser que algún usurpador descarado con cara de “yo no fui” se atraviese y se siente primero.
Otra estrategia es ir directamente al fondo y agarrarte del último caño para que queden a tu disposición los asientos traseros, más el que tiene el pasamanos. No siempre funciona, me ha ocurrido ver como los asientos de adelante se iban desocupando, y yo parada ahí atrás cargando mi mochila, con la espalda destrozada, lamentándome por haber tomado una posición errada. Sucede que, de pronto, ese lamento va mutando y de a poco da lugar a la bronca. Le voy tomando bronca a la persona que va sentada y no se baja; llegó a mitad de camino y no se baja, me falta poco para llegar a destino ¡y no se baja!. Por dentro voy enfurecida..."no te vas a bajar y ¡la re PQLRP!" Y el pobre no tiene la culpa de haber subido al colectivo antes que yo, haber conseguido asiento y bajarse después o justo en la misma parada en la que me bajo.
Por eso es importante decidir bien, después queda librado a la suerte, al azar, a los astros y vaya a saber uno a qué más. Qué se le va a hacer, asi es la vida cotidiana del pobretón sin auto.