Uno de los
transportes públicos más utilizados en la Ciudad de Buenos Aires es el subte. La mayoría de
los usuarios lo elige por la rapidez de este medio para llegar a destino, sobre
todo porque evita el tránsito infernal que bloquea las calles porteñas.
Esta
descripción sin detalles denota lo bueno de este servicio, pero la verdad es
que debemos considerarnos dichosos de sobrevivir en cada uno de los viajes,
sobre todo en hora pico.
Voy a
referirme al subte A, pero puede que encuentren similitudes en cualquiera de
las líneas que utilicen.
El subte
llega a la última estación, o la primera, según como se mire. Reposa unos
minutos y vuelve a salir.
En hora
pico, si estás en una de las estaciones de orígen, se supone que tenes muchas
chances de sentarte, pero esas oportunidades suelen ser mínimas. El tren llega
con la mayoría de sus asientos ocupados, ¡maldita sea!, es lo que exclamamos
más de uno. Lo que ocurre es que se utiliza la técnica del rebote. Por ejemplo: una de las
estaciones de orígen es Carabobo y le sigue Puan. Con el fin de asegurarse un
asiento para ir a Plaza de Mayo, la gente se sube
en Puan y viaja en sentido contrario hacia Carabobo, no se baja y espera que el
subte vuelva a salir. De esa forma, los pasajeros que esperan con la esperanza
de encontrar un asiento ven trunca esa posibilidad, algo que genera un soberano
mal humor.
Se supone
que el rebote ya no puede hacerse tan seguido en la estación Carabobo, porque
muchas formaciones, a pesar de que es el fin del recorrido, luego de que bajan
todos los pasajeros siguen de largo y quedan varadas unos minutos, a unos cien
metros de la estación.
No les
recomiendo pasarse. Cierta vez me quedé dormida al llegar a la última estación
y me desperté cuando se cerró violentamente la puerta de uno de los coches
históricos del subte A. Los que toman este ramal saben de que hablo, y los que
no, imaginen que bien cerca de sus oídos alguien golpee fuertemente dos objetos
contundentes. Así suenan las puertas del A al cerrarse (cuando se cierran
porque muchas veces quedan abiertas). Es decir que, si vas durmiendo, cada vez
que una puerta se cierra saltás cual payaso con resorte que asoma desde el
interior de una caja de sorpresas. Así salté al despertarme y darme cuenta que
dejaba atrás la estación Carabobo, mientras me internaba en el túnel sin saber
donde pararía, y si el subte volvería a salir enseguida o no. Por suerte paró
aproximadamente a una cuadra de la estación y volvió a salir bien el guarda y
el chofer tomaron nuevamente sus puestos. Lo gracioso fue verles las caras
cuando me asomé por una ventanilla y les grité: ¡Ey, estoy acá!. No lo
recomiendo en absoluto.
Sigamos... el
subte llega con la gente que ya está sentada, más la gente que se baja, y se produce
el siguiente fenómeno: los que esperan en el anden sedientos de poder ocupar un
asiento, no dejan bajar a los que quieren hacerlo, y suben arrasando con todo
lo que se les cruza por el camino. Prácticamente matan por ir sentados. En ese
momento el cruce de miradas fulminantes y puteadas es considerable. Aunque esto
sólo sucede en hora pico, durante el resto del día, salvo excepciones, la gente
todavía respeta el orden establecido que indica que primero se debe dejar
descender a los que llegan a la estación, para luego subir.
El subte se
llena y aún se encuentra en la primera estación, es decir que queda todo el
recorrido por delante. Comienza a avanzar y en cada una de las paradas suben
más pasajeros, generando un apretuje fenomenal. Cada persona intenta acomodarse
a como de lugar y se inserta en los pequeños huecos que van quedando. De esta
manera se forma una masa compacta de gente. Se genera tal revoltijo de cuerpos,
que hasta podes quedar parado fuera de eje. Es decir que de no estar en medio
de esa maraña de partes humanas (porque ya no se distinguen cuerpos enteros) sería
imposible mantener el equilibrio. Es muy incómodo vivir esto en cualquier
momento del año, pero en verano se vuelve particularmente mal oliente y
sudoroso, totalmente repugnante.
Mucha gente
no dice nada ante tal situación, se los ve resignados. Otros se enojan, se
pelean hasta putearse. Están los que indignados brindan sermones sobre lo mal
que estamos. Nunca falta alguna mujer que grita porque se queda sin aire, otros
porque los están pisando, o clavando un codo. Yo me tiento de risa; no
pregunten por qué el abstraerme y ver esa postal desde lejos me da risa. Supongo que me río para no llorar. Y la lista de reacciones se hace
interminable.
Los
clásicos vagones del subte A, que datan de la década de 1910, pueden ser muy
llamativos para los turistas que se viven sacando fotos en ellos, maravillados
por viajar en un tren de la edad de piedra. Pero para los que usamos este medio
de transporte habitualmente, resultan incómodos y extremadamente inseguros. Mientras
circula, se observa como la estructura de madera se mueve hacia los lados, al
tal punto que por momentos pareciera que fuera a desarmarse. Realmente es muy
impresionante.
Hace unos
meses subieron a más del doble el boleto. Más allá de la discusión sobre si
corresponde tal aumento o no (yo creo que no), lejos de ver alguna mejora, cada
vez se viaja peor. Pero seguramente lo que no entendimos es que se trata de una
atracción más, de lo pintoresco de Buenos Aires: una ciudad en la cual podes
decidir si disfrutas de los eventos en la rural junto a las vaquitas, o haces
la experiencia de vivir en carne propia lo que siente una vaca cuando viaja al
matadero. ¿Pobre vaca?